CARACAS, Venezuela—Primero, porque no parece razonable que a un salón quirúrgico, de cuchillas, jeringuillas y olores que impresionan, casi todos los pacientes entren con la alegría claramente pintada en el rostro. Segundo, que salgan aún más contentos, llorando a veces la satisfacción.
Fuera de los ladrillos rojos de sus exteriores, en el centro oftalmológico José Leonardo Chirino, de la ciudad porteña de Barcelona, nada simula un ambiente de santuario. A pesar de ser el interior de una clínica moderna bien equipada, ya nada borrará su fama de “lugar prodigioso” como es reconocido el oriente de Venezuela.
Allí toda la obra tiene nombres y manos terrenales. Son doctores, enfermeras y técnicos cubanos que devuelven la luz a los ojos cansados, y merecen el agradecimiento en esas sonrisas, que a diario, entran y salen.
Hace 11 años exactos que un acuerdo entre Cuba y Venezuela hizo firme la Operación Milagro, y cuatro años después nació este centro, en el cual las historias de beneficiados, desde entonces, pasan las 50 000.
DESLUMBRAMIENTOS
Se cruzan en la puerta del salón, pero apenas se ven, porque Cardina Tapiero tiene un ojo tapado y Danilo Méndez lleva uno bajo efecto de anestesia.
La colombiana sonríe, “porque ya el pterigio no me molestará más, gracias a Dios y a estos benditos cubanos”; mientras el hombre de 88 años podrá leer por fin el libro que guarda en casa sobre el líder barbudo: “Toda mi vida admiré al Comandante Fidel. Yo fui uno de los que en el 58, aquí en Venezuela, dio un Bolívar para la lucha en la Sierra. Ahora quiero ir, porque si antes había cosas para ver, ahora veré más, cuando los médicos cubanos me operen.”
Una vez en el salón todo es silencio. El paciente no se atreve hablar, asustado por el instrumental que suena en sus oídos. Traga en seco, lo tienden en la mesa, y cuando la tensión parece el clímax de un suspense, el doctor rompe el drama con un relajado cubaneo: “¿Este es el paciente mudo? Buenos días.
Ah, no, no es el mudo. Tranquilo, mi viejo, todo saldrá bien”, y comienza el concierto de cuchillas, pinchazos, láser e implantes.
Carlos Díaz es el cirujano de turno, un holguinero campechano, “de Mayarí, para que no se molesten en la tierra”.
Lleva dos años y medio en el mismo sillón de cirugía, y en sus manos ya no cabe la cuenta de sus pacientes. “Son miles. Imagínese que al día son 16, 18, 20 cataratas, que es la operación de más impacto. Hay gente que llega totalmente ciega, y con nosotros descubren otra vez la luz.
“Lo más grande es el agradecimiento que sienten al salir. Fíjate que aquí no hay línea postoperatoria, pero la gente vuelve, vienen buscando a quien lo operó. He tenido que planificarme un tiempo en la mañana, antes de entrar al salón, solo para atender los que regresan después, a dar las gracias.
“Los venezolanos son personas muy religiosas, y antes que todo ponen a su dios. Lo grande es que nos pongan casi a la misma altura: gracias a Dios y a ustedes, los cubanos, nos dicen, y eso ya es bastante.”
Mercedes Pérez, la enfermera instrumentista, es la mano derecha de Carlos en el salón, y aunque ha querido conservar los nombres de las historias más conmovedoras, han sido tantos que prefirió guardar los argumentos.
“Una vez llegó una señora que no conocía sus nietos. Entró casi rezando para que el milagro se diera, y al terminar la operación, cuando el doctor le apagó el foco, no podía con la alegría: ¡Ay, veo sus rostros, qué bellos son, y ahora voy a poder ver a mis nietos, por fin!, dijo, y rompió a llorar. Hubo que consolarla, esperar un rato para vendarle el ojo.
“Es increíble ver cómo esas cosas que en Cuba nos parecen normal, aquí se ven como un milagro. Muchas personas no entienden cómo puede ser gratis algo tan maravilloso, y además, ofrecido con tanto amor. No saben, de verdad, cómo agradecerte, y eso lo satisface a uno.”
En el salón cada uno tiene historias similares, Ernestina Cepero, Marlenis Martínez, la anestesista Caridad Pioto. Todos alguna vez se han conmovido hasta el alma con la gratitud de los otros. Las jornadas son agotadoras, “hay días que me canso”, apunta Carlos, “pero pienso en lo que significa para cada paciente y las fuerzas vuelven, como el primer día”
Por lo general, aquí la rutina se divide en dos jornadas, la de cirugía y la siguiente, cuando retiran la venda. Ese rol le ha tocado casi siempre a Mariselis García, la tunera pelirroja, dueña de las mejores emociones.
“A veces creo que no voy a aguantar. Los ojos se me llenan de lágrimas al ver la felicidad inmensa de los pacientes, sobre todo aquellos que antes de la operación no veían nada.
“Ayer mismo vino un señor, mayor ya, que se quedó sin hablar al quitarle la venda. Se paró lento y caminó hasta el cuadro de Chávez en la pared. Hizo una sonrisa grande que le salió del alma, y se echó a llorar.”
No hubo que esperar mucho en la consulta para vivir en carne propia estos momentos. El paciente se llamaba Héctor Villarena y entraba conducido, de un lado por la hija, del otro por el nieto pequeñito.
“Hace mucho que no lo ve. La catarata le tapó toda la vista cuando el chico era apenas un bebé”, relató María Grabiela.
Lo primero que hizo el hombre fue buscar al pequeño: “Pero si te veo clarito, chico, mira que cambiado estás, venga para acá…”, y lo apretó en un abrazo”
Mariselis completó la cura y le hizo una última prueba: “¿Me ves bien?”, y el señor, que no cabía de alegría, le confirmó con un chequeo pícaro, de arriba abajo: “Sí que la veo, y qué bien se ve”.
“Así son todos los días en el centro oftalmológico”, calza Marlenis Ortiz, la doctora santiaguera que lo dirige.
“El agradecimiento de la gente compensa todo el cansancio, nos alimenta el orgullo que sentimos como cubanos. Por lo que dicen, a veces parecemos personas raras, de otro mundo, por la generosidad con que servimos.
“Y no es una, ni dos, ni tres personas, ya son más de 50 000 en siete años. ¡Diga usted cuántos entonces en todo el país, desde el inicio de la Operación Milagro, en el 2004!
“Solo en este 2015 andamos aquí por más de 2 000 cirugías, una cifra grande, aún más grande si nos detenemos a pensar que es la suma, una a una, de las personas que volvieron a ver o mejoraron la vista. Esa es la obra grande”
Todo el oriente Venezolano conoce ya de estos cubanos, hombres y mujeres que regalan la luz. No hay quien no sepa de “los milagrosos”, y a ellos acuden, desde la propia ciudad de Barcelona, hasta de aquellos confines ribereños del lejano Delta, allá donde el Orinoco se desborda al mar.
“Dos cosas, periodista”, volvió Carlos, para cerrar:
“Primero: agradecer la plenitud profesional que esta inmensa obra de amor me ha concedido. Y segundo: yo no tengo formación religiosa; pero debo decir que para merecer tanta gratitud ajena, si Dios existe… está definitivamente con nosotros.
”Tomado de Granma
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